Portugal: éxito y crisis
Después de una década de cambio y optimismo Portugal vive una crisis política, económica, y, sobre todo, piscológica, que tiene reflejo en el desánimo de gran parte de sus ciudadanos, en el freno a un consumo que hacía poco había comenzado y en el endeudamiento de las clases media y baja. Cualquiera que conociera el país, antes y ahora, ha podido comprobar la imagen del cambio: dinamismo constructor, autopistas que sustituyeron a rutas intransitables, una flota automovilística renovada que contrasta con la que había, en general, vieja y obsoleta.
El primer flash de la década prodigiosa fue la Lisboa Capital Cultural Europea de 1.994. Lavó la cara de la ciudad, dio un vuelco a su vida social y cultural, contribuyó a dinamizar su vida nocturna, que, hasta entonces, era apática y se guiaba por el modelo inglés de cierre temprano de restaurantes y locales de diversión. La Expo 98 fue el gran fogonazo, el paso adelante a la modernidad; su éxito demostró la capacidad de Portugal para organizar un acontecimiento que gustó al mundo y dejó huella en el país.
Esta imagen tiene que ver con el ingreso en la Unión, en el 86, y con el esfuerzo del país para coger en marcha el tren del progreso. También, con los mejores gobiernos de Cavaco y de Guterres, europeístas preocupados por los temas económicos y por las nuevas tecnologías de la información. Los dos fueron líderes sólidos en la gobernación del país y en sus respectivos partidos, socialdemócrata y socialista.
Sin embargo la crisis tiene, también, su orígen en ellos: Cavaco, en su última legislatura, se enfrentó a estudiantes y transportistas y, para mantener la paz entre sus "varones", dio vuelos a políticos menores que enredaban por el aparato del partido; Guterres, después de ser un personaje dentro y fuera del país -gobernó con apoyó popular, fue elegido presidente de la Internacional Socialista, no aceptó la presidencia de la Comisión Europea que le ofrecieron-, entró en horas de depresión y desconcierto, que coincidieron con el fallecimiento de su esposa: le condujeron a fracasados referendums sobre la regionalización y el aborto y a abandonar la política nacional cuando más lo precisaban su país y su partido.
Cavaco también dejó la política, para candidatarse un día a la presidencia de la República con posibilidades de éxito; atrás quedó un partido fracturado por la derrota electoral del que emergió Durâo Barroso. El que fuera un buen ministro de exteriores ganó las elecciones y fue un regular jefe de gobierno: hizo la política que la UE y el cuerpo le pedían, "ayudado" por el pacto electoral con la ultraderecha: lucha contra la inflación a costa de lo que fuera y liquidación de empresas estatales; no tocó el eterno problema de una educación y una seguridad social deficientes.
El salto sin paracaídas a la Comisión lo sacó del gobierno en momentos bajos. Eligió a dedo a su sucesor, Santana Lopes, eterno derrotado en los congresos y un personaje que no acabó los dos platos en lugar alguno: abandonó la secretaría de Estado de Cultura, la presidencia del Sporting y, finalmente, la alcaldía de Lisboa. En los tres dejó deudas y estropícios. El presidente de la República, que es árbitro indiscutible, a pesar de ello y de que se lo pidieron la oposición y destacados socialdemócratas, le dio la oportunidad que no merecía. Duró cuatro meses y le llegaron para enfrentarse con la prensa, los ciudadanos y con su propio partido. La paciencia de Sampaio terminó por agotarse y adelantó las elecciones. Tal como quedaron el PSD y el país, los pronósticos adelantan el triunfo arrollador de los socialistas. El mejor colocado es Antonio Victorino, que fue un buen ministro de Defensa y eficaz comisario de Interior, en Bruselas. Astuto, prudente, culto, si es candidato y gana, tendrá como tarea reconciliar a la clase política y devolver al país el optimismo que tenía.
05/12/04 JOSÉ ANTONIO GURRIARÁN
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