Don Juan, quinto de este nombre en el orden real, irá esta noche al
dormitorio de su mujer, Doña María Ana Josefa, llegada hace más de
dos años desde Austria para dar infantes a la corona portuguesa y
que aún hoy no ha quedado preñada. Ya se murmura en la corte,
dentro y fuera de palacio, que es probable que la reina sea
machorra, insinuación muy resguardada de orejas y bocas delatoras
y que sólo entre íntimos se confía. Ni se piensa que la culpa sea del
rey, primero porque la esterilidad no es mal de hombres, de mujeres
sí, por eso son repudiadas tantas veces, y segundo, y prueba
material por si preciso fuere, que abundan en el reino los bastardos
de real simiente y siguen aumentando. Además, quien se extenúa
implorando al cielo un hijo no es el rey, sino la reina, y también por
dos razones. La primera es que un rey, y aún más si lo es de
Portugal, no pide lo que sólo en su poder está dar, la segunda razón
porque siendo la mujer, naturalmente, vaso de recibir, ha de ser
naturalmente suplicante, tanto en novenas organizadas como en
oraciones ocasionales. Pero ni la pertinacia del rey, que, salvo
dificultad canónica o impedimento fisiológico, dos veces por semana
cumple vigorosamente su débito real y conyugal, ni la paciencia y
humildad de la reina, que, oraciones aparte, se sacrifica a una
inmovilidad total después de que su esposo se retira de ella y de la
cama, para que no se perturben en su acomodo generativo los
líquidos comunes, escasos los suyos por falta de estímulo y de
tiempo, y cristianísima retención moral, pródigos los del soberano,
como se espera de un hombre que aún no ha cumplido veintidós
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años, ni esto ni aquello hincharon hasta hoy el vientre de Doña María
Ana. Pero Dios es grande.
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